Luis
se quedaba de vez en cuando en la misa.
Y,
cuando se quedaba, llamaba la atención, sobre todo, cuando cantaba, pues su voz
sobresalía. Más que cantar, parecían rugidos o ronquidos. Su voz era demasiado
gruesa para su contextura física. Cantaba gritando y eso perturbaba. Algunas
señoras, en especial, la señora Uno, la señora Dos y la señora Tres, se
molestaban con aquella voz. Tal vez, sonaba como la voz ronca y desencantada
del Jorobado de Notre Dame. O, quizás, peor, porque aquella era en película, y
esta en real. Algunas gentes se reían sin ningún tipo de disimulo, y sus risas
eran, más bien, burlas.
--
“Dios hace sacar alabanzas hasta de las
piedras”, dice la Biblia
– dijo una vez el señor cura párroco, porque aquellas risotadas le generaban
incomodidad. Igualmente, Luis cantaba con su voz demasiado ronca para los
gustos de un buen oyente, así fuera, inclusive devoto o religioso; y muchas de
las gentes de los que asistían a los servicios religiosos en aquella Iglesia
eran, tal vez, de gustos musicales refinados y de estilos cultivados en las
artes y su clasificación, incluyendo el más refinado de todos, como el de la
música, que eleva a lo más alto de la grandeza de la gran miseria humana, para
hacerlo más sutil y delicado. Quizás, por eso, se le llama a la música el arte
de los mismos ángeles, pues hasta la misma Biblia coloca siempre a los ángeles
y a la creación cantando y entonando himnos de alabanzas al Creador. Tal vez,
por eso será que justo en el momento del gran momento de la liturgia
eucarística, justo inmediatamente del gran momento, se irrumpe con el canto del
¡Santo, Santo, Santo…Hosanna en el cielo!,
precisamente porque se trata del canto y la música del arte de las artes en
la alabanza al Creador, aunándose aquí en la tierra a los coros angélicos que
tributan alabanzas en dimensiones desconocidas, según la fe y la creencia, que
también llevan a mundos de elevación de lo más puro y sublime del hombre, como
creación.
Luis,
tal vez, no sabría todo aquello, pero, igual cantaba. Su voz ronca por demás,
igualmente, era una alabanza. Tal vez, sería el sonido ronco del rugido como el
del león, en el caso de los animales, o del bajo o contrabajo, en el caso de
los instrumentos creados por el hombre. Tal vez, su voz y rugido eran la del
león, y tal vez, por eso mismo también, además de la fuerza descomunal de sus dientes
y garras, lo hacían león, y el rey de la selva. Tal vez, Luis, ya era un rey. Tal vez, su voz lo
delataba. El caso, es que, Luis, igual cantaba. Y, tal vez, por eso mismo, la
señora Uno, la señora Dos y la señora Tres, se molestaban con aquella voz,
porque sería, sin saberlos ellas, y tampoco Luis, la del León, la del Rey.
Cuando Luis cantaba en el momento del ¡Santo,
Santo… Hosanna!, lo hacía con total naturalidad, y ciertamente, aquel
ronquido más gutural que musical, provocaba de manera instintiva la risa, como
reacción natural. Había que hacerse un ejercicio de autocontrol para no soltar
la carcajada, o agachar la cabeza como en sufrimiento de pena ajena, por la
ridiculez del que incurre en alguna torpeza, y que nos lleva a sonrojarnos y
sentir confusión y lástima, y hasta vergüenza. Luis no se inmutaba. Tal vez, ni
se percataba de su alrededor, porque él estaba en lo que estaba, porque, a
diferencia, su cabello era blanco y sus tres dientes, igual no estaban en su
boca; y su cabello era el suyo, aún en su color para no parecerse a nadie más
que a él mismo, incluyendo sus zapatos estropeados, y que tampoco eran para él
una incomodidad ni preocupación, mucho menos ocupación.
Últimamente,
Luis estaba asistiendo a las misas.
Se
acercaba a comulgar e, igual, hacía se metía en la fila de la cola de los que
iban a comulgar. Su porte era respetuoso y silencioso, excepto cuando cantaba;
y cuando entonaban la canción que decía que “tú
has venido a la orilla…no has buscado ni a sabios ni a ricos”, lo hacía
como con inspiración inundando la estancia de la Iglesia con su voz, para
sentir en su corazón que se estaba en una dimensión sagradamente religiosa y
humana, al mismo tiempo. Tal vez, porque en Luis se estaba redimensionando la
profecía del libro bíblico, en la experiencia realmente humana y teológica de
el “habitará el lobo con el cordero, la
pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un
muchacho pequeño los pastorea. La vaca pastará con el oso, sus crías se
tumbarán juntas; el león comerá paja con el buey”. Tal vez, sería la
extraordinaria experiencia de la
Bella y la
Bestia , en una misma experiencia religiosa y humana, sin
subyugación ni yuxtaposición de una de otra, sino en estrecha conexión en una
auténtica dimensión humana, donde Dios y el hombre se plenifican. Eso, en el
caso, que en Luis se diera la sobrevaloración de lo puramente animal; o que,
por equivocación, fuera esa la primera impresión. Tal vez, su voz ronca y sin
elegancia era el recordatorio de esa doble conjunción humano-divina, y no fuera
más que una confirmación de lo sorprendente de la pobreza y riqueza, como
opuestos complementarios. Y eso fuera, tal vez, la diferencias con las señoras,
la Una , la Dos , la Tres , hasta las Ochenta y
Nueve, de las que asistían fervorosamente a su ritual diario del deber
religioso. Tal vez. Tal vez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario