Se llamaba Luis.
Tendría,
alrededor, de unos setenta y cinco años. Tal vez, setenta y siete, para ser más
exactos, no en la edad, sino en el tal vez, que ya sería bastante decir.
Era
de contextura delgada. Su cabello era blanco. Le faltaban unos dos o tres
dientes delanteros, porque a esa edad, ya los dientes se encargan de salirse
solitos, y más cuando no se ha tenido ni tiempo ni dinero para ir al servicio
del dentista. Y, Luis no había tenido las dos. Por eso sus dientes, no estaban,
aunque si estuvieron alguna vez.
Luis
vestía su camisa por fuera del pantalón. Sus zapatos estaban un poco
estropeados por el uso, y tenía tiempo que nos los lustraba con crema, de esas
que dan brillo a los zapatos. Por lo visto, no tendría para quien lucir sus
zapatos lustrados y bien limpiecitos. Tal vez, lo tuvo alguna vez, como podría
haberle sucedido en sus tiempos de menos años y de galanura de juventud. Pero,
ahora, no era joven. Además, sus zapatos eran de goma, y no hubieran recibido
el betún que usan los zapatos bonitos para parecerse más bonitos. Para él, eran
zapatos. Lo demás, no le quitaban el sueño. Tal vez, en otros tiempos; pero,
ahora, no tenía ni la más chiquita importancia. Y, bien sabía, que si los
hubiera limpiado con crema o betún, los hubiese embadurnado y estropeado peor. Así
como estaban, era bien. Por otra parte, sus zapatos cumplían su misión, que era
las de proteger sus pies del contacto frío y duro de la tierra, que podrían
lastimar sus pies cansados y desprotegidos por el cruel paso de los años, cosa
impredecible e inevitable, al mismo tiempo.
Siempre
usaba una camisa manga corta de rayas azules.
Al
caminar iba como chasqueando sus dientes y hacía movimientos, tal vez, involuntarios
con la boca. Sería una especie de rumiar y rumiar sus pensamientos y recuerdos
y sus días pasados. Nadie sabía dónde vivía. Lo veían llegar todos los días a la Iglesia , a la hora de la
misa, justamente cuando estaban leyendo las lecturas. Entraba con su manera
semi agachada, más bien, un tanto encorvado por todo el centro de la Iglesia parroquial. Todos
se quedaban mirándolo. Pasaba sin decir nada, y de manera respetuosa se dirigía
al altar, al lugar donde estaban la imagen de la Virgen de Coromoto, la Patrona de la Parroquia. Ser
arrodillaba respetuosamente y rezaba balbuciando su conversación con la imagen.
Se persignaba siempre arrodillado de las dos piernas en actitud reverencial. Se
tardaba unos dos minutos y pasaba a hacer lo mismo frente a la imagen de San
José, que estaba en el otro extremo derecho del altar. Siempre de manera respetuosa
y silenciosa. Una vez terminado su ritual, bajaba del altar a realizar su
tercera adoración y conversación frente a la imagen del Sagrado Corazón de
Jesús, que estaba justamente frente al Sagrario. Muchos se quedaban mirando
aquel ritual. Algunos habían tenido, muchas de las veces, la tentación de
interrumpirlo, y hasta de tomarlo de los brazos, para invitarlo a salir.
Algunas señoras, que vestían bonito y con zapatos bien lustrados, y de cabellos
pintados para parecer menos señoras y más jóvenes, y para parecerse a otras y
no a ellas, hacían muecas con la boca en señal de desaprobación de la
compostura de aquel señor. Algunas se solidarizaban en la desaprobación con
miradas furtivas y complicitivas, haciendo una especie de coro de mujeres de
bien. Tal vez, sus zapatos bien limpiecitos y bien lustrados les daba el
respeto y la tirantez de cada movimiento de boca desaprobatorio. Algunos
señores habían resistido escasamente su impulso de hombres decorosos y de
compostura la fuerza de la inercia del instinto de sacarlo de la Iglesia. Tal vez, la
permisividad del cura párroco los frenaba en ese instinto, pues, de lo
contrario, desde algún tiempo, Luis, se hubiese visto ser interrumpido en su
balbuceo y en su rezo con las tres imágenes impávidas y silenciosas de la Iglesia , que, tal vez,
mirarían y esperarían todos los días al mismo visitante en su rutina.
Así
como entraba, salía. Sin hacer ruido, más que el visual, pues, quizás
perturbaba. No hablaba con nadie, sino con los tres santos y sus imágenes. Muy
de vez en cuando le estiraba la mano en señal de saludo al cura párroco, que en
esos momentos, tal vez, muy sagrados de la misa estaba en lo que tenía que
estar. Y éste, sin inmutarse en lo más mínimo, igual, estiraba la mano para
corresponder en el saludo afectuoso de Luis. Algunas señoras, sobre todo, las
de los zapatos limpios y limpiecitos, volvían a mirarse, ahora desaprobando
también al párroco por tan grande atrevimiento, de desconcentración en tanta
sublimidad y altura del misterio. Algunas criticaban y otras murmuraban. Pero,
igual, Luis y el cura párroco se daban el saludo de manos, de manera
caballerosa. Así, sin más. Y, así, sin menos.